Apodos de Cehegín

Diccionario del Noroeste

Recorrido por mi pueblo

lunes, 23 de marzo de 2020

ABSTINENCIA Y ESCASEZ.

LA ABSTINENCIA y LA ESCASEZ.


                                    El pecado no es perjudicial porque está prohibido,
sino que está prohibido porque es perjudicial.
Benjamín Franklin.

Al hilo de la tremenda pandemia que ha sacado de sus casillas a este loco planeta llamado "La Tierra" en esta singular Cuaresma, nos vemos abocados a una 'paradójica abstinencia' o al menos así lo parece por el asalto a diario hacia los productos de primera necesidad como si nos amenazaran con el fin del mundo y de nuestra comodísima sociedad del bienestar. La verdad es que no sabemos a ciencia cierta lo que va a durar este 'sin vivir'.
Y es que tradicionalmente, muchas personas guardan en estos días de Cuaresma el ayuno y la abstinencia como sacrificio penitencial y preparación para la Pascua de Resurrección, aunque otros asimismo lo consideran una ofrenda a la grandeza del apetito. Con estas afirmaciones se podrían entresacar interesantes reflexiones.
Ciertamente, no estaría mal, de vez en cuando, renunciar a ciertos placeres, alimentos, amigos, amantes, para revitalizar su intensidad y aumentar el deseo, puesto que el instante del retorno a ellos nos renueva y anima, tanto a nosotros como a los que amamos.
Cuenta un viejo colega que los navegantes y aventureros sufrieron estas carencias alguna vez. También los cazadores, según dice, soportan esta especie de síndrome…, que al final conduce a una gozosa reconciliación con la existencia.
En parte, quizá, el tedio y el descontento por la forma de vida actual se deba a la regularidad y uniformidad con que nos divertimos y alimentamos: esparcimientos sí, pero han de realizarse a partir del viernes a las 15 horas; ¿Comidas en restaurante…? Claro, pero entre semana ¡ni hablar! Cualquier fecha laborable está vedada para gozar de una cena con posterior ‘velada íntima’ ¡Que va! ¿Estamos locos?... Hemos de descansar y recordar que mañana hay que madrugar para iniciar a la faena.
Debemos aplazar cualquier evento para la ‘fiebre del sábado noche’, haga frío o calor, nos apetezca o prefiramos mejor tendernos en el sofá a mirar tranquilamente la ‘Caja Tonta’.

Parece como si nos encantase guardar turno los días de fiesta, para luego comer rodeados de muchedumbre, perdiendo esa placentera intimidad que requiere una reunión fraternal. Y es que, olvidando que la existencia sólo se vive una vez, nos dedicamos, desde que conseguimos un trabajo, a preparar la soñada jubilación a golpe de rígidos horarios que acaban por convertir nuestra existencia en un sofisticado juguete que funciona con un sistema de engranajes inconscientes del cual, todos juntos, formamos un todo indeleble.
La verdad es que esta sociedad en la que nos ha tocado vivir está mediatizada por los horarios y las rutinas. Todo está calculado y previsto, la aventura está proscrita y no podemos saltarnos, por las buenas, esos parámetros. En suma el síndrome de rebaño, una reacción habitual donde los logros personales no son bien recibidos. El triunfo ajeno genera sentimientos violentos en algunos compañeros y jefes, que pueden provocar que te dejes llevar por esa actitud. Es decir, la envidia y el sindrome de Solomon suelen darse en el mismo ambiente, son una especie de binomio social. 
Sin embargo podría ocurrir lo de aquel indolente mexicano que pescaba tranquilamente: -“Qué magnífico pescado..."- preguntó un señor yanqui que veraneaba por allí- "¿Y captura muchos...?”- el mejicano contestó lacónico: -"Alguno de vez en cuando..."- y recogiendo los artes de pesca se levantó para marcharse. El norteamericano insistió: -“¿Y cómo no pesca más…? -El ‘manito’ contestó:- “Con este pez tengo suficiente para sustentar a mi familia, y prefiero hacer otras cosas: levantarme tarde, jugar con mis hijos, tomar unas copas con los amigos, tocar la guitarra...”-


 -El pragmático estadounidense replicó- “…yo soy economista y si pescara a diario más, podría venderlos y comprarse una barca. Y luego otra, y otra, hasta juntar una flota. Eliminaría los intermediarios y podrá crear su propia empresa de pescado. En menos de veinte años logrará trasladarse a la capital para dirigir su negocio y administrar sus millones”.- “Y luego qué…” –preguntó el displicente mejicano. El gringo le contestó complaciente: -“Pasados unos años podrá retirarse al campo, dormir cuanto desee, jugar con sus hijos y nietos y pasarlo bien con los amigos, incluso tocar la guitarra y cantar…”     (…¿¿…)-             
Cierta vez el hambre nos separó de los alimentos y de la familia y entonces fue cuando aprendimos a valorar en toda su dimensión ambas cosas. Pero entonces ya era demasiado tarde.

Antonio González Noguerol 

viernes, 13 de marzo de 2020

VIAJEROS AL TREN

VIAJE EN TREN HACIA ALGUNA PARTE

(Cuentecillo jocoso)
Yo, para todo viaje 
 -siempre sobre la madera
 de mi vagón de tercera-, 
voy ligero de equipaje...
...El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!...
A. Machado.

Estación de Bullas
Un continuo pulular desarrollaba la vida de la estación ferroviaria. Viajeros que iban y venían hacia la curvada taquilla donde un empleado miope, con cara de foca, despachaba los billetes.
Del mugriento bar, repleto de público, emanaba un tufillo a café recién tostada que invitaba lujuriosamente a penetrar. Un coro de jóvenes viajeros aguarda tranquilamente y el  señor mayor que parece dirigirlos, blande con energía su batuta iniciando el célebre Aleluya del maestro Haendel, las notas planean por todo el recinto y en ese momento un viajero que aguardaba adormilado en un banco lejano, despierta sobresaltado gritando: "¿Es que ha llegado a su hora el expreso...?"  

El viejo tren de vapor ahúma las fachadas.

Los mozos de equipaje que empujaban cansinos sus carretillas atestadas de maletas y paquetes, instaban a los viajeros distraídos a ladearse. Un lujoso expreso frenaba ruidosamente a su llegada y con inusitada prisa salían los viajeros, como si huyesen de algo: señores elegantes con aspecto de ejecutivos que iban desapareciendo, como por arte de magia por las diversas puertas de la estación.
El ambiente conforme se adelantaba la mañana se iba haciendo más bullicioso. Por los altavoces se comunicaba a la concurrencia los horarios subsiguientes de los convoyes, apresurando a los retrasados que aparecían corriendo como posesos buscando su vagón.
Por un kiosco merodeaba algún viajero en busca de entretenimiento para el viaje; en el bar otros esperaban la hora de salida remojando sus gaznates para entrar en calor, mientras un viajero retrasado, mordisqueaba un bocadillo y se apresuraba a ocupar el asiento asignado para allí terminar de comerlo tranquilamente. 
Acabábamos de facturar el equipaje y nos dirigimos lentamente a nuestro departamento. Me acompañaba en el viaje mi tío-abuelo David, un vejete de jocoso carácter, estómago de segador y flojas piernas, que me increpaba fatigoso: “¡Vamos ligeros, que se nos escapa …!”
Iniciamos la escalada de los peldaños del vagón donde el abuelote quedó bamboleante, como un borracho, ¡que subo…, que bajo! Ayudados por otro viajero, arrimamos el hombro contra su voluminoso trasero y con un suave empujón lo introdujimos en el vagón.
El enorme reloj que preside orgullosamente la estación sonreía irónico, él nunca tiene prisa y con su 'perpetuum mobile' marcaba la hora de salida.


Una destartalada locomotora de mercancías soltaba bufidos, entonando un plúmbeo cántico atufado que manchaba la atmósfera en derredor mientras se dirigía en sentido contrario reptando hacia dios sabe donde. Y el colosal Expreso, emitiendo un chillido destemplado, emprendió plácidamente la marcha mientras los viajeros se iban acomodando poco a poco en sus respectivos asientos. Atrás quedaban los familiares y amigos agitando las manos en señal de despedida.
El estridente silbato anunció su despedida y nosotros, ya acomodados en el departamento señalado en los billetes y que nos indicó un amable ferroviario, fuimos observando con detenimiento a nuestro compañeros de partida: una señora de mediana edad, enjuta, arrugada y con cara de loro, la cual se persignaba sucesivas veces murmurando no sé qué rezos.

Ferroviarios y viajeros en Caravaca
Nada más iniciar el viaje esta extraña dama nos alargó una cajita con forma de barroco camafeo, diciendo: “Cojan, cojan… esto es mano de santo contra el mareo…” Mi tío rechazó amablemente: “Gracias, yo tengo otras pastillas mucho más eficaces” y dirigiéndose a mí, manifestó con sonrisa irónica: “Sobrino, saca nuestros comprimidos…” Interpretado el mensaje, eché mano de nuestro bolso de viaje sacando, ante los asombrados ojos de la viajera, dos voluminosos bocadillos. “¡Santo Dios…!, exclamó la ingenua mujer. “¿De verdad son contra el mareo…?
El cuarto viajero, mientras ojeaba un diario, observaba silencioso la escena y quitándose las gafas se encogió de hombros en tanto se dirigía a la perpleja señora: “Cada cual tiene sus fórmulas…” y riendo suavemente continuó su lectura.
La extrovertida señora Luisa, ―así nos comentó que se llamaba―, deglutía una cápsula, mientras nos indicaba entre dientes: “Lo ven, ya voy notando los efectos; lo dicho, son mano de santo…” y sin más comentario se acurrucó en su rincón, simulando que dormitaba.
El viajero del periódico cargó su cachimba de un oloroso tabaco rubio y después de obtener el beneplácito para fumar, prendió fuego a la lustrosa chimenea tabaquil y aspiró con apetitosa fruición mientras comentaba: “¡Uf, con este traqueteo espero que no se descoyunte el tren! ¡Apenas puede uno sostener el periódico!” Yo le replique: “¡Seguro que atravesamos alguna zona con la vía en mal estado…!
Mi tío, emprendió el ataque a la vianda, no si antes ofrecerla a nuestros interlocutores y me espetó: “Sobrino tengo más gazuza que Jeremías, saca la bota de vino que después nos dará sed”. Y comenzó a asestarle fieros bocados, lo que hizo contagiarme y comenzar también con el apetitoso tentempié, acabando ambos con los manjares en un santiamén. Satisfecha nuestra apetencia nos acomodamos en nuestros asientos y poco a poco, con el traqueteo del tren y el calorcillo aportado por el vino y el solecillo que se filtraba por los visillos de la ventanilla, caímos todos en un dulce sopor que nos transportó a los acariciantes brazos de Morfeo.
Y así fuimos perdiendo de vista los arrabales de la ciudad encarándonos con una enorme finca que se perdía en el horizonte. El paisaje arbóreo se nos escapaba de la vista a gran velocidad en sentido contrario y un penetrante aroma de azahar emanado de las arboledas de fértiles naranjos se introducía en el ambiente haciéndonos despertar de nuestra beatifica siesta. Las relucientes naranjas de color verde ambarino se nos ofrecían inefables. “¡Quién pudiera saborear una…!”
Remontábamos despacio por unas colinas y de pronto, nos asaltó un ruido sordo y el panorama desapareció y quedamos completamente cegados; la realidad es que nos introducíamos en un largo túnel.

Y de nuevo se produjo la luz, volvimos a la claridad, e inmediatamente nos invadió otro túnel, esta vez más cortito y al regresar la perspectiva cambió radicalmente. En esta ocasión nos salió al paso unos precipicios muy abruptos. Podíamos apreciar en el fondo de la cañada un manso riachuelo que moría en un iluminado lago. Un paciente pescador nos saludaba aleteando con alegría su sombrero, como indicándonos que desaparezcamos cuanto antes para no espantar a los peces.

Estación de FC de Cehegín

El tren marchaba ahora más despacio, frenando hasta parar. Arribábamos en una estación importante. Y muy concurrida. El personal ferroviario ejerció su cometido con rapidez y una vez todo en orden el jefe agitó su banderola invitando a salir a los maquinistas con una bulliciosa campanada que colgaba de la fachada de la estación.

Viaducto por el paraje de Begastri

El convoy penetraba esta vez en la naturaleza y nos adentrábamos en una ancha llanura. A lo lejos unos agricultores charlaban y ‘echaban’ un reconfortante cigarrillo en un descanso de la faena.
Ahora circulábamos paralelos a una carretera y los automóviles se enzarzaban con nosotros en una reñida competición, como si les molestase que aquel armatoste fuese capaz de adelantarles. Pero la carrera se acababa. El tren derivaba hacia otra ciudad que aparecía en lontananza. Nos acercábamos a nuestro destino y debíamos ir preparándonos recogiendo el equipaje de mano y demás atavíos.
Arribó sin novedad y nos apeamos, no sin pena por no poder continuar este plácido periplo repleto de aventuras que siempre se viven en cualquier viaje en el legendario caballo de hierro.
El tren, persistente, sonando su desafinada flauta, continuaba su ruta, transformándose por momentos en un juguete diminuto para nuestra vista hasta que finalmente desapareció en la lejanía en busca de otros horizontes perdidos en la oscuridad.

 Fin

Antonio González Noguerol