VIAJE EN TREN HACIA ALGUNA PARTE
(Cuentecillo jocoso)
Yo, para todo viaje
-siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera-,
voy ligero de equipaje...
...El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!...
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!...
A. Machado.
Un continuo pulular desarrollaba la vida de la estación
ferroviaria. Viajeros que iban y venían hacia la curvada taquilla donde un
empleado miope, con cara de foca, despachaba los billetes.
Del mugriento bar, repleto de público, emanaba un tufillo a
café recién tostada que invitaba lujuriosamente a penetrar. Un coro de jóvenes viajeros aguarda tranquilamente y el señor mayor que parece dirigirlos, blande con energía su batuta iniciando el célebre Aleluya del maestro Haendel, las notas planean por todo el recinto y en ese momento un viajero que aguardaba adormilado en un banco lejano, despierta sobresaltado gritando: "¿Es que ha llegado a su hora el expreso...?"
El viejo tren de vapor ahúma las fachadas. |
Los mozos de equipaje
que empujaban cansinos sus carretillas atestadas de maletas y paquetes,
instaban a los viajeros distraídos a ladearse. Un lujoso expreso frenaba
ruidosamente a su llegada y con inusitada prisa salían los viajeros, como si
huyesen de algo: señores elegantes con aspecto de ejecutivos que iban
desapareciendo, como por arte de magia por las diversas puertas de la estación.
El ambiente conforme se adelantaba la mañana se iba haciendo
más bullicioso. Por los altavoces se comunicaba a la concurrencia los horarios
subsiguientes de los convoyes, apresurando a los retrasados que aparecían
corriendo como posesos buscando su vagón.
Por un kiosco merodeaba algún viajero en
busca de entretenimiento para el viaje; en el bar otros esperaban la hora de
salida remojando sus gaznates para entrar en calor, mientras un viajero retrasado, mordisqueaba un bocadillo y se apresuraba a ocupar el asiento asignado para allí terminar de comerlo tranquilamente.
Acabábamos de facturar el equipaje y nos dirigimos lentamente
a nuestro departamento. Me acompañaba en el viaje mi tío-abuelo David, un vejete de
jocoso carácter, estómago de segador y flojas piernas, que me increpaba fatigoso: “¡Vamos
ligeros, que se nos escapa …!”
Iniciamos la escalada de los peldaños del vagón donde el
abuelote quedó bamboleante, como un borracho, ¡que subo…, que bajo!
Ayudados por otro viajero, arrimamos el hombro contra su voluminoso trasero y
con un suave empujón lo introdujimos en el vagón.
El enorme reloj que preside orgullosamente la estación
sonreía irónico, él nunca tiene prisa y con su 'perpetuum mobile' marcaba la hora de
salida.
Una destartalada locomotora de mercancías soltaba bufidos, entonando un plúmbeo cántico atufado que manchaba la atmósfera en derredor mientras se dirigía en sentido contrario reptando hacia dios sabe donde. Y el colosal Expreso, emitiendo un chillido destemplado,
emprendió plácidamente la marcha mientras
los viajeros se iban acomodando poco a poco en sus respectivos asientos. Atrás
quedaban los familiares y amigos agitando las manos en señal de despedida.
El estridente silbato anunció su despedida y nosotros, ya acomodados
en el departamento señalado en los billetes y que nos indicó un amable
ferroviario, fuimos observando con detenimiento a nuestro compañeros de partida:
una señora de mediana edad, enjuta, arrugada y con cara de loro, la cual se
persignaba sucesivas veces murmurando no sé qué rezos.
Nada más iniciar el viaje esta extraña dama nos alargó una
cajita con forma de barroco camafeo, diciendo: “Cojan, cojan… esto es mano de santo contra el mareo…” Mi tío
rechazó amablemente: “Gracias, yo tengo
otras pastillas mucho más eficaces” y dirigiéndose a mí, manifestó con
sonrisa irónica: “Sobrino, saca nuestros
comprimidos…” Interpretado el mensaje, eché mano de nuestro bolso de viaje
sacando, ante los asombrados ojos de la viajera, dos voluminosos bocadillos. “¡Santo Dios…!, exclamó la ingenua
mujer. “¿De verdad son contra el mareo…?
Ferroviarios y viajeros en Caravaca |
El cuarto viajero, mientras ojeaba un diario, observaba
silencioso la escena y quitándose las gafas se encogió de hombros en tanto se
dirigía a la perpleja señora: “Cada cual
tiene sus fórmulas…” y riendo suavemente continuó su lectura.
La extrovertida señora Luisa, ―así nos comentó que se llamaba―,
deglutía una cápsula, mientras nos indicaba entre dientes: “Lo ven, ya voy notando los efectos; lo dicho, son mano de santo…”
y sin más comentario se acurrucó en su rincón, simulando que dormitaba.
El viajero del periódico cargó su cachimba de un oloroso
tabaco rubio y después de obtener el beneplácito para fumar, prendió fuego a la
lustrosa chimenea tabaquil y aspiró con apetitosa fruición mientras comentaba: “¡Uf, con este traqueteo espero que no se
descoyunte el tren! ¡Apenas puede uno sostener el periódico!” Yo le
replique: “¡Seguro que atravesamos alguna
zona con la vía en mal estado…!
Mi tío, emprendió el ataque a la vianda, no si antes ofrecerla
a nuestros interlocutores y me espetó: “Sobrino
tengo más gazuza que Jeremías, saca la bota de vino que después nos dará sed”.
Y comenzó a asestarle fieros bocados, lo que hizo contagiarme y comenzar
también con el apetitoso tentempié, acabando ambos con los manjares en un
santiamén. Satisfecha nuestra apetencia nos acomodamos en nuestros asientos y
poco a poco, con el traqueteo del tren y el calorcillo aportado por el vino y
el solecillo que se filtraba por los visillos de la ventanilla, caímos todos en
un dulce sopor que nos transportó a los acariciantes brazos de Morfeo.
Y así fuimos perdiendo de vista los arrabales de la ciudad
encarándonos con una enorme finca que se perdía en el horizonte. El paisaje
arbóreo se nos escapaba de la vista a gran velocidad en sentido contrario y un
penetrante aroma de azahar emanado de las arboledas de fértiles naranjos se
introducía en el ambiente haciéndonos despertar de nuestra beatifica siesta.
Las relucientes naranjas de color verde ambarino se nos ofrecían inefables. “¡Quién pudiera saborear una…!”
Remontábamos despacio por unas colinas y de pronto, nos asaltó un
ruido sordo y el panorama desapareció y quedamos completamente cegados; la
realidad es que nos introducíamos en un largo túnel.
Y de nuevo se produjo la luz, volvimos a la claridad, e inmediatamente nos invadió otro túnel, esta vez más cortito y al regresar la
perspectiva cambió radicalmente. En esta ocasión nos salió al paso unos
precipicios muy abruptos. Podíamos apreciar en el fondo de la cañada un manso riachuelo
que moría en un iluminado lago. Un paciente pescador nos saludaba aleteando con
alegría su sombrero, como indicándonos que desaparezcamos cuanto antes para no
espantar a los peces.
El tren marchaba ahora más despacio, frenando hasta parar. Arribábamos en una estación importante. Y muy concurrida. El personal ferroviario ejerció su cometido con rapidez y una vez todo en orden el jefe agitó su banderola invitando a salir a los maquinistas con una bulliciosa campanada que colgaba de la fachada de la estación.
Viaducto por el paraje de Begastri |
El convoy penetraba esta vez en la naturaleza y nos adentrábamos
en una ancha llanura. A lo lejos unos agricultores charlaban y ‘echaban’ un
reconfortante cigarrillo en un descanso de la faena.
Ahora circulábamos paralelos a una carretera y los automóviles
se enzarzaban con nosotros en una reñida competición, como si les molestase que
aquel armatoste fuese capaz de adelantarles. Pero la carrera se acababa. El
tren derivaba hacia otra ciudad que aparecía en lontananza. Nos acercábamos a
nuestro destino y debíamos ir preparándonos recogiendo el equipaje de mano y
demás atavíos.
Arribó sin novedad y nos apeamos, no sin pena por no poder
continuar este plácido periplo repleto de aventuras que siempre se viven en
cualquier viaje en el legendario caballo de hierro.
El tren, persistente, sonando su desafinada flauta, continuaba
su ruta, transformándose por momentos en un juguete diminuto para nuestra vista
hasta que finalmente desapareció en la lejanía en busca de otros horizontes
perdidos en la oscuridad.
Fin
Antonio
González Noguerol