El Músico Ambulante
Esta
historia se refiere a un personaje pintoresco que la mayoría hemos visto alguna
vez en la calle; en el aparcamiento de algún supermercado; o en un pasadizo del
metro de una gran ciudad.
Es
la semblanza de un tal Borislav.
Ya
sé, no nos suena su nombre, seguramente no conozcamos a nadie así llamado. Es
un músico. Y está casi siempre en “su parcela” tañendo su viejo violoncello,
para el agrado de los que transitan, sus arrugadas manos vuelan por el mástil
del viejo instrumento, y su traje tan arcaico como él, arremangado y con pátina
por el desgaste, quién sabe si heredado de algún viandante piadoso, le presta
un aire bohemio. Digo “su parcela”, porque si no estuviera él, sería igual que
cualquier otra calle y en ese caso no sería de nadie. En aquel sitio de Borislav se entrecruzan
muchas historias, (de ellas quizá hablemos algún día), pero hoy vamos a conocer
a este anciano búlgaro que interpreta relajantes arias y piezas clásicas para el
gusto del paseante. Él no lo sabe, pero es muy substancial. Le conocí un
atardecer caminando hacia la Plaza Belluga. A pesar de la hora y el clima, se
acercaba la noche, y amenazaba ese extraño frío húmedo propio del otoño
murciano, algunas personas lo acorralaban. Me acerqué. Interpretaba algo que
sonaba a Bach, aunque no muy conocido. Postrado en su banqueta plegable,
mientras todos guardaban expectante silencio. Su ajado cello, tallado más por
el tiempo que por el lutier que muchos años antes lo fabricara, ¡cantaba…! La
belleza de la melodía contrastaba con la torpeza de los movimientos de los
frágiles brazos del músico, causados por culpa del abrigo que le protegía del
relente que corría por el añoso callejón.
Su
arco acariciaba las cuerdas, la agitación de los gestos de su rostro nada tenía
que ver con la dulzura de las notas que planeaban como un ave fugitiva. Cada
vibrato, cada cambio de nota, la dinámica de la melodía venía a nosotros y se
quedaba. Y la pieza acabó, el tempo se detuvo unos segundos, hasta que
reaccionamos con un aplauso emocionado. Algunos se sacudieron la calderilla en
el remendado tapiz que nuestro artista tenía extendido en el suelo.
Así
le conocí. Sin cruzar palabras, sin saber que su nombre era Borislav y que era
de Bulgaria. A los pocos días anduve de nuevo por aquel lugar y allí estaba
situado en su esquina como una figura ornamentada más. No había mucha gente y
le pedí que tocara expresamente la pieza del otro día. Bach de nuevo. Después,
recuerdo que le dije "Disculpe, ¿Sabe el Aria en Sol Mayor…?"
Él
levantó la cara algo sorprendido, me miró, y sin mediar palabra, alzó el arco y
empezó a tocar. Allí estábamos los “tres” prácticamente solos, Borislav, Bach y
yo fuimos testigos de excepción de la aterciopelada y maravillosa aria que nos
atrapó para siempre en un sublime acto casi religioso.
Así
formé parte de la historia de este viejo vagabundo. Él con suma paciencia
esperaba en ‘su calle’ a que alguien le arrojara una moneda por su arte y
dedicaba su vida a “su música”, como antaño hicieran el herrero a sus forjas o el
sembrador a su huerta. Creería que sólo era un músico más, pero, aunque quizás
haya alguno que toque Bach igual que él, o mejor, nadie transmitirá aquel mágico
instante como el desgarbado anciano, dejándose el aliento con una singular
emoción, regalándonos un sentimiento o algún entrañable recuerdo; se dedicaba a
su oficio mientras nosotros…, seguimos esperando algún milagro, como las notas
de aquel viejo músico ambulante…