OREMUS
De
“CÓMO VINO AL MUNDO LA ORACIÓN” (Poema
de Luis Rosales).
…de
manos que juntaron su hermosura
para
calmar, en la extensión nevada,
su
angustia al hombre y su abandono al viento...El culto al Creador
no puede circunscribirse sólo al recinto de un templo, naturalmente no quiere
esto decir que haya que abandonar estos refugios de piedad y reflexión, aunque
el rezo no debiera ser un reflejo de los sentimientos de otros seres, no es una
letanía desentrañada por un traductor y transcrita por un amanuense para que
sea repetida como el eco monótono de una gota de lluvia. Ni siquiera ha de
pertenecer a determinada religión o rito; simplemente constituye una actitud
hacia nuestros más recónditos fundamentos, una convicción ante la vida, una
respuesta al Universo que nos rodea. En todo
caso, sí, una apacible plática a solas con Dios, con nuestra conciencia en suma, a la que no podemos engañar...
Para algunos,
orar es asistir a las ceremonias religiosas flotando entre los radiantes oropeles
circundantes, lo imprescindible para observar los dogmas de su religión: las
obligaciones heredadas de nuestros progenitores y una vez fuera del santuario
la vida sigue y es otro ‘cantar’. Lo primordial
es tener asegurado el “rualico” allá arriba tal como afirma la creencia. Y si
sufrimos algún problema, hacer voto al Padre Eterno, que si lo soluciona, le rezaremos
unas cuantas plegarias como pago del favor.
Hay otros ‘cantares’,
como cuentan de Galileo Galilei, que practicando ensimismado el rezo en una iglesia, descubrió el Movimiento Pendular observando el balanceo de una lámpara
colgada del techo.
O como exhortan
con ardiente vehemencia los grandes contendientes actuales: el Gran Rostro
Pálido Yanqui, el poderoso Jefe Amarillo, y El Pequeño-Gran Indio Islámico en sendas oraciones: - … recemos hermanos, porque ‘dios’ está de
nuestra parte y nos ayudará a eliminar a los perversos infieles...- ¡Y
cuidado con los gnomos fundamentalistas furibundos que van aflorando por
doquier! Porque tal como continúa demostrando el belicoso cuaderno de bitácora, los tambores de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis porfían atronadores, sobre todo para el mal llamado Tercer Mundo… y por desgracia concurren muchos motivos para seguir implorando.
También
rezongan otras definiciones del rezo bastante más abruptas, como la de mi tío
Mazantine, ahumando el ambiente de aquellos oscuros días de posguerra con su
pestilente cachimba llena de un sucedáneo del tabaco conocido como hoja,
trozos de colillas recolectadas por las tabernas y mezcla de bote de
tabacalera; mascullaba así: -“... hay que lanzar anclas al cielo, para así lograr que prendan algunas allá en el
espacio infinito y de esta forma poder agarrarse en caso de que alguien
reviente como un ‘ziquitraque’ nuestro truculento mundo...”-
Pero no
seamos pesimistas, por fortuna existen otras clases de rezos, acaso, más
heterodoxos, pero sin duda, mucho más personales e íntimos, perennes y
crecidamente auténticos. Es ante el espectáculo de un amanecer, el instante en
que todos los seres vivos refrescan el ánima y el espacio se inunda de maravillosos
matices, o cuando la música de Bach se sumerge en los más íntimos rincones de
nuestro pensamiento, e incluso el simple contacto de la mano que recibe la tenue
caricia de otra mano. Son instantes reverenciables que transcienden la
experiencia de la plegaria convencional. Un genuino néctar
a base de sencillez, sazonado con embriagadores salmos calentados al fuego
lento de la cordura.
Mucho
antes de que existiesen las verdades propiamente dichas, los
primeros seres racionales debieron pasmarse, excitados, al ver la sinfonía
cromática del sol poniente filtrándose a través de las bambalinas enramadas de
los árboles, o cuando las trémulas constelaciones claveteaban el firmamento con
inagotable esplendor.
Y es que
somos criaturas del Cosmos, no menos que los bosques que reverberan inefables
después del aguacero o que esas estrellas fugaces que cruzan alocadas por los
confines del cielo y por ende, con derecho a existir. Efectivamente,
lo veamos claramente o no, el Universo evoluciona tal como debe.
Por consiguiente, vivamos en paz con
Dios, no importa cómo lo imaginemos. Y así sean cuales sean nuestros afanes y
aspiraciones, en la ruidosa confusión de la vida moderna, entonemos un himno
intercesor con nuestra alma.
Un viejo
filósofo describía así la oración: -... una mezcla de estupefacción abrumadora,
olvido de sí mismo y además sublime deleite, que es la verdadera catarsis y
liberación del alma...”-
Antonio
González Noguerol.