LAS BARBAS Y LOS PELAOS
¿Por qué absolutamente todos los actores españoles llevan barba...?
Cómo
proliferan últimamente los hombres calvos, mejor dicho “pelaos”, con testuces como
hermosas bolas de billar y paradójicamente su contrapunto: los barbudos incipientes.
Es que eso de lucir melena parece una vulgaridad, o muestra decadente de gente descreída.
Son facetas peregrinas, en esta "apetardada" época que nos ha tocado
vivir.
Esas
barbitas lampiñas que más bien semejan a aquellos perezosos, que solo se
afeitan una vez a la semana, no tienen nada que ver con aquellos poblados
barbudos que imponían un respeto rozando el temor. ¿Y esos chicos imberbes impolutos, algunos protagonistas de la vida pública, paradójicamente ataviados
con un costoso traje de alpaca y corbata de seda?
Anda
que los “pelaos” … Un buen ejemplo lo evocamos en el cine con aquel tipo duro:
Kojak, el del sempiterno chupachups —Telly Savallas—. Dicen que desde aquella
moda comenzó la decadencia del tabaco. Pero,
el que se lleva la palma entre los divinos calvos es el célebre “siete-magnífico”
Yul Brinner, que alcanzó la fama cuando rodó Salomón y la Reina de Saba junto a Gina
Lollobrigida, sustituyendo al guaperas de Tyrone Power, fallecido en pleno
rodaje de un ataque al corazón ―aunque las lenguas viperinas aseveraron que, en
realidad, el motivo no fue la angina de
pecho, sino el “pecho de la Gina”, que no es lo mismo―

Pues sí, todo un paradójico mundillo de “pelófilos” y “calvófilos” —valga la expresión- según ratifican lo expertos, observamos que las barbas crecen unos 0,38 mm. por día, es decir unos 14 cm. al año. Sin cuidarla ni recortarla podría alcanzar fácilmente 9 metros de largo en toda la vida. Ustedes se imaginan que se pusiera de moda lucir barbas que colgaran como si de una larga bufanda se tratara. Una solución para el crudo invierno, pero por el camino que vamos con el deshielo y el calentamiento global a lo más que podrían aspirar estos barbudos es a usarla a guisa de taparrabos.
Desde la antigüedad la barba ha pasado por diferentes vicisitudes. Sobre los 4.000 años (a. J.C.) se sabe que los egipcios utilizaban navajas de oro, cobre y bronce para el afeitado, aunque hay que suponer que debían lucir un cutis bastante curtido, como el de mi amigo Ángel ‘el Carón’ que debido a unas ronchas que le salen en media faz, debe afeitarse con jabón y cuchilla por un lado, mientras por el otro sólo admite la maquinilla eléctrica —pero ésta es otra historia, de la que hablaremos algún día-, aunque yo creo que la solución eficaz para el Carón sería dejarse las patillas largas―.
Pero
volvamos al tema que nos ocupa. Los romanos y griegos, en cambio, consideraban
la barba como signo de madurez. Era distintivo de sabiduría y mesura. Hacia
el 300 (a. C.) un joven patricio romano realizó la primera afeitada y de esta
forma apareció como una ceremonia de virilidad.
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Aquiles |
Por
el contrario, los egipcios se dejaban crecer solamente la punta de la barbilla —a
guisa de facha de chivo— mientras que los griegos de antes de Cristo se dejaban
barba, pero no bigote. Los
emperadores de la decadencia romana fueron casi todos barbudos, seguramente
intentaban asustar a los temibles bárbaros, cosa dudosa.
Los
galos la conservaban puntiaguda, como los machos cabríos ya que convivían con
ellos y así los confiaban y era más fácil cazarlos. Ya, en
el siglo VI retornó la moda del rasurado. En contraste, entre los bárbaros del
norte proliferaban las barbas pobladas, acaso por el interés de dar una imagen
de fiereza, aunque más bien sería por la falta de higiene que les caracterizaba,
ya que por aquellos parajes abundaba el agua y no necesitaban trasvases ni
campañas pro-líquido elemento.
España,
en el siglo XIV, acogió la moda de la barba postiza. Y
en el siglo XVII se impusieron los cabellos negros. El referente son los
cuadros del Conde Duque de Olivares pintados por Velázquez. La cabellera estaba
formada por numerosos bucles y rizos. Pero en el siglo XVIII, los elegantes se
afeitaban siempre y se acicalaban con intensos perfumes y pacotillas. En este siglo también la perilla se ha
relacionado con hombres muy viriles y que siempre se han movido por los bajos
fondos. Es el caso de los piratas caribeños o los truhanes de taberna ―espécimen
este último que no ha decaído nunca a través de los siglos―. Por esta parte
existe un contrapunto más novelesco: el de los caballeros del siglo XVIII.
El
héroe de Alejandro Dumas, el mosquetero D´Artagnan, es su más fiel exponente,
aquel que aseguran le espetó, espada en ristre, al Cardenal Richelieu: ― «¡Buchón
que te capo…!» ― y le asestó una estocada en salva sea la parte viril del
cuerpo.
La Historia da bandazos y con el
Romanticismo en el siglo XIX, de nuevo vuelve la perilla, pero esta vez una barba
seria que, junto a unas profundas ojeras, producía un efecto melancólico entre
las damas. El poeta romántico español Gustavo Adolfo Bécquer fundió con su
poesía y aspecto ambas visiones. Las
dos generaciones de escritores españoles más famosas, las de 1898 y 1927,
también lucieron el adorno estético de la perilla, añadiéndole un marcado
carácter cultural.

En
su momento la barba descuidada fue emblema de revolucionarios guerrilleros como
“el Ché” o de pacíficos e indolentes hippies, haciendo el amor y no la guerra. En cambio la
barba cuidada fue signo de sofisticada distinción. Y un periódico bajo el brazo,
una poblada barba y un aire despistado, eran símbolos de la más pura “intelectualidad”,
algunos eran identificados con el epíteto de “sobaco ilustrado”, incluso de 'malasombra' como la de genial literato don Ramón del Valle Inclán, con su poblada barba con tintes de bufanda.
Como
comentamos antes, hoy se lucen ambas tendencias: asépticos calvos con pinta de
atleta y respetables caballeros de abandonada y chapuceada barba. Como decía
aquel famoso matador de toros: “Hay gente pa’tó”. En
realidad, solamente cada barbudo puede explicar el auténtico 'porqué' de su
poblado vello. Es “la flor de su secreto”.
Pero
no sería justo finalizar este recorrido “peluqueril”, este viaje alrededor de
las barbas y los rasurados modélicos, sin recordar la figura del gran humorista
Gila y sus anuncios de la famosa cuchilla española ¡Filomatic!, cuando aseguraba complacido: —«¡Da un gustirrinín!…»—