Una nubecita efímera
Lo que es la vida, vuela mi mente por veredas extraviadas, pensando que se agotan los bochornosos días caniculares, mientras mis huesos en postura supina, terminan de relajarse del todo, quizás a consecuencia del apetitoso bocadillo relleno de jamón con tomate rallado y el largo vaso lleno de excelente y fresquísimo vino de la Tierra que acabo de consumir y además de a los dioses, invoco aquellos alusivos versos homenajeando el precioso néctar: “Todo aquello que siente el toque suave de tu boca, cierra los ojos y se abandona al sueño.....”.
Como digo, tendido a la sombra de un fresco sauce llorón, intento leer el libro agenciado para el caso de mantener mi mente lúcida, pero la modorra empieza a causar efecto, es entonces cuando a través de mis gafas de sol, sobre la copa del árbol que me cobija, me llama la atención una nubecilla que vuela despistada, seguramente es la “oveja blanca” del rebaño de nubes negras de la última tormenta canicular.
Club Molino Chico de Cehegín. |
Allá en lo alto, algodonada, se posó como un severo vigilante, inmóvil, filtrando los rayos de sol escapados del reciente arco iris, seguramente esperando a sus hermanas para formar de nuevo una incipiente tormenta y agraciarnos con otra refrescante ducha para mitigar tanta calina y tantas jornadas de pegajoso sofoco.
Como diría el vate Perico Picón: «…y la fumata negra de la fragua se convierte en nubes de algodón, que disimulan ingrávidas por el cielo para confundir a los navegantes que buscan a sus amores desgraciados»
Y es que es irremediable, como si cayésemos por un gran escullente, nos abocamos al melancólico otoño. El hombre necesita volar como esas nubecillas, siguiendo quizás la estela de los vencejos que nos visitan cada primavera, buscando otros horizontes, otras praderas y otros ríos o al menos el revulsivo de un nuevo paisaje para paliar la monotonía ordinaria.
La estación más nostálgica nos espera agazapada, con sus jornadas llorosas y soleadas, ora calor intenso, ora frío invernal, tardes apacibles propias para la reflexión, esa calma autumnal que nos implica al ensimismamiento y nos invita a soñar con los prodigios de las viejas historias ceheginenses y cuando nuestro espíritu recibe el baño de oro, aparece de pronto una de esas nubes efímeras que se casan con otras saltarinas venidas por allende y formando una negra tormenta nos regala un gratificante chaparrón.
Es el paisaje de plomo característico de Cehegín, la quietud grisácea de encantamientos, esas sombras que se ciernen por el perfil mágico del Casco Antiguo y siembran nostálgicas inquietudes de otros tiempos. Y entonces se produce el silencio. Como recitaba el poeta: «Es de oro el silencio. La tarde es de cristales azules. Hora inmensa en el cénit azul, y una caricia rosa…»
Crepúsculo ceheginense. |
Es en este momento cuando recuerdas la voz de Carmen Recio en aquellos prodigiosos versos “…Y, si se oculta el sol / y casi no ves nada, abre un poco los ojos / y di: ‘Por todo… ¡Gracias!’...”
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