El Ruido y la Furia.
"Cuando te duela el alma, te daré la mano; / Y si eso no te alcanza, te daré un abrazo;
Y si eso no te alcanza, te daré caricias; / Y si no es suficiente, te daré un beso;
Si no es suficiente, te haré el amor; / Y si todo esto no te es suficiente,
¡Te daré música...!"
Mochi Alvarellos (Poetisa argentina)
Suena un nocturno de Chopin en mi tocadiscos. Hacía tiempo que no lo escuchaba, y es una de esas delicadas piezas que inmediatamente te evocan una anochecida marcada por el ‘perpetuum mobile’ de la llovizna que se cierne suavemente hasta besarse con las aceras, produciendo una armonía que modera la soledad del piano.
Como canta Neruda: “El agua anda descalza por las calles mojadas…”.
El romanticismo que aflora de esas notas se apodera de mí y me impide centrarme en escribir algo, es más poderosa la música que mi displicente disposición y me levanto hacia la ventana completamente subyugado por Chopin. Es entonces cuando observo que no eran sensaciones mías: la luz apacible y desmayada de la luna ha sido arrebujada por unos nublos que al acariciarse en el cielo también parecen escuchar al genio polaco y nos regalan una lenta mollinica que se trasluce a través del halo de las farolas.
En la esquina vecina, dos adolescentes enamorados se besan tiernamente mientras intentan mantener el equilibrio del paraguas que les protege; entre tanto el agua tiñe despacio el asfalto dejando sonar el típico chasquido de los automóviles que circulan insensatos e insensibles a tanta melancolía.
La composición sigue discurriendo con un sorprendente ‘legato’ que incita a la lluvia a proseguir su lenta ingravidez acompasada por los evocadores bajos que pretenden avasallar la maravillosa melodía.
La enternecedora pareja parece acabar su apasionada despedida y el muchacho deja a la niña con su paraguas y salta chapoteando por los charcos agitando alegremente la mano.
Me he asomado por la ventana a la intemperie, y mi naciente coronilla recibe de golpe la fresca caricia de la llovizna, mientras aspiro con fruición el húmedo aroma renovador de los árboles cercanos que anuncian el ciclo otoñal.
En la lejanía un relámpago revienta en el oscuro cielo, acaso le apetece desentonar tanta armonía, pero el movimiento perpetuo del nocturno chopiniano insiste machaconamente con su ‘leitmotiv’ que evoca un lance amoroso y se impone sobre la intemperancia del lejano Polifemo. Es la lucha encarnizada entre los ideales creativos del compositor y sus desenfrenadas pasiones desdeñadas. Un trance difícil de apaciguar, como todos los conflictos que brotan del corazón, donde se revela una eclosión apasionada propia de las ardientes almas del Romanticismo.
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En aquellas veladas parisinas, plagadas de artistas y hermosas damas, afloraba la ‘nota azul’, singular inspiración. Cuando Chopin se sentaba al piano, la anfitriona solicitaba amablemente: -“Por favor, silencio, Frederic va a tocar…” - y todos guardaban un mutismo sepulcral, las luces eran apagadas por los criados y sólo la tenue llama de una vela danzaba trémula, aguardando que el pianista se concentrara cabizbajo acariciando con sutileza su dedo corazón sobre una tecla hasta mimarla varias veces, y entonces era cuando se producía el milagro: un torrente de notas brotaba de las entrañas del instrumento y se desparramaban, alocadamente, expandiéndose como una etérea nube por la aristocrática sala.
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Un farol lejano, habla en lenguaje de Morse, posiblemente afectada su lámpara por la humedad de la lluvia y me rescata del espacio intangible intentando devolverme a la prosaica realidad del acontecer.
Pero mi mente persiste en la fantasía, como adormecido por tanto lirismo, prosigo bajo el onírico influjo de las cautivadoras notas del polaco. Son cadencias arrebatadoras con escalas ascendentes y descendentes que se contraponen al legato, esta vez descrito por la mano izquierda, pero en una tonalidad menor que le confiere, si cabe, una mayor melancolía.
Un breve encuentro y el largo recuerdo de un antiguo amor... Es como si el compositor quisiera mostrarnos las imágenes paradójicas de la vida: la lozanía de la juventud dispuesta en fáciles aventuras sin ataduras; la madurez donde el amor goza del más puro afecto; y la senectud, después de atravesar la escarpada senda de la existencia.
¿Qué es esta melódica ilusión, si no, el contrapunto de ‘El Ruido y la Furia’?