Desde mi Buhardilla Mesonzoica
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viernes, 19 de marzo de 2021

MI CALLE. (Pedro Mª Chico de Guzmán)

MI CALLE. 
(Pedro María Chico de Guzmán)

Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta, y para hacerla mía 
quise yo ser como mi padre era 
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra. 

(Gabriel y Galán)

Mi calle, aunque principal, en pleno corazón del Casco Antiguo ceheginero es medianamente estrecha, corta, está cobijada bajo el halda de la plaza de la «república» del Mesoncico y la calle López Chicheri (donde se ubica el actual ayuntamiento, palacio conocido como  «Casa de Jaspe»)
Mi vetusta calle es una cuesta flanqueada por casas arcaicas que poseen un marchamo de enigmática nobleza; luce nombre de un preboste local, don Pedro María Chico de Guzmán, precursor, junto a su hijo Ramón, de la Fundación Hospital de la Real Piedad. No en vano tenemos siempre presentes en la antañona fachada del hospital las bigotudas efigies del padre e hijo (don Pedro y don Ramón), impostados en sendos camafeos de piedra. Para los niños de aquella época, ambos, calle y fundadores, fueron testigos de nuestras primeras rayas e intrépidos traspiés en el colegio de las Hijas de la Caridad, unido al mencionado hospital por un paso elevado que le da lustre al lugar y cuyo antiguo propietario del inmueble –don Manuel Ciudad de la Hoz, que fue subgobernador del Banco de España (**Ver entrada en este blog)- lo donó a la Fundación y en reconocimiento le fue impuesto su nombre a la calle de abajo, llamada antes Bovera, que comienza en la recoleta placica de los Carros. 
Me asaltan añoranzas de adolescencia y me veo en la nocherniega de mi habitación, mientras acaricio la almohada que siempre me regalaba hermosos sueños, adivinaba el paso de los escasos automóviles que descendían con estruendoso traqueteo, y por las luces que se reflejaban deslizándose fugazmente formando espectros en la penumbra contra el techo y paredes, intentando coger miles de veces aquellas sombras chinescas de luz que siempre me sorprendían con ventaja.
 


Los tejados de mi calle -al fondo la espadaña, ya sin campana, de las monjas-

Suena la espadaña del Hospital, las monjitas de la Caridad acuden a la cotidiana misa de alba, para después iniciar su jornada atendiendo a los asilados. Son los mismos ruidos de mi calle cuando era niño, descubriendo olores, compartiendo juegos, haciendo amigos e inventando enemigos. Era una barriada de panas y boinas, delantales y alpargatas, y barro, mucho barro que despiadadamente nos dejaba la abundante lluvia de aquellos revueltos otoños para enfado de mi madre que debía volver a limpiar incesantemente los suelos embarrados por nuestras correrías. Y carretones con borricos mohínos que circulaban de vez en cuando y soltaban roncos rebuznos formando un extraño dúo con los exabruptos de los arrieros que los hostigaban con fiereza, a riesgo de cosechar un brusco par de coces. Por eso nuestro arrugado vecino, el tío Pedro “Mantellina”, nos recomendaba cauto: -“Alejaros siempre de las patas traseras de las bestias, porque cuando más descuidados estéis os pueden obsequiar con una coz.”- No tenía hijos, aunque le gustaban muchos los niños y en las largas trasnochadas del estío, mientras el vecindario tomaba el fresco, solía relatarnos un sinnúmero de cuentos y leyendas que nos dejaban a todos los zagales boquiabiertos: El Tío de los Saines; La Tía Molía; La historia del tío Garrampón y tantos otros, como un seductor "Ramonet" nos contaba: "Tengo un huerto con árboles traídos de la India que brotan bicicletas..."- y preguntaba a cada uno: -“¿A ti cómo te gustaría, con faro y timbre, o portaequipajes…?”- Cada atardecer, en cuanto llegaba del huerto con su borrico, acudíamos anhelantes como una pandilla de pajaruelos: “¡Tío Pedro!... ¿Cómo van las bicis?– y él replicaba con benevolente sonrisa: “Ya van asomando los manillares…, dentro de un mes seguramente salen del todo y os las traeré para que ya podáis montaros…”-

Mi casa natal.

Frente a mi puerta, las casas poseían un pequeño patio y a continuación se interrumpía la fila con una pequeña plazuela que dejaba colarse el sol de aquellos inviernos duros y fríos. Allí las lagartijas, los perros y gatos callejeros tenían su cuartel general y alguna gallina que desertaba del corral de la señora Isabel “la Coletera”, y que era rescatada algo desplumada por la vecina Francisca “la Hornera” porque revoloteando se lanzaba por el pretil que daba a la calle de abajo.
 

En aquella plazuela, cuando escampaba, recibía gratis los rayos de luz a través de linos y algodones azulados de limpieza, tendidos por la señora Isabel y que uno, con ropa de ensuciar, contemplaba —que no veía—mientras merendaba con fruición una rebanada de pan recién hecho por las manos de mi abuela, untado de aceite o vino y azúcar, mientras se preparaba cualquier juego: Las chicas, se entretenían con las muñecas o saltaban a la comba.

Carreras de carritos por aquella empinada cuesta que era mi calle; un partido de fútbol con los zagales vecinos o el salto a la ‘piola’ con retantanillas como: "a la una, la mula -y le daba al que amogaba un taconazo en el culo-; a las dos, la coz -y otro golpe en el trasero; y a las tres la 'culá' de san Andrés -esta vez, eso obvio, que recibía un culazo en la espalda... etc. etc.

El ‘chinchirinete’ era similar; o un juego muy competitivo en aquellos años: las ‘chapas’ y los ‘nines’: se trataba de lanzar unos tacones -que nos regalaba Lorenzo, el  zapatero remendón, prodigioso vecino- unos contra otros y el que 'matara' se llevaba los ‘nines’. O las populares partidas de 'bolas' o del 'Guá'. 


Era una calle muy pintoresca y recoleta, con el desvencijado y enigmático mirador acristalado de la familia Jiménez-Más, cuyas hijas asomaban como pajarillos enjaulados. Más arriba, destacaba el balcón de la "clase de mayores" en el colegio monjil, donde colgaba una campanita cuyos toques estridentes anunciaban el final del recreo a los niños esparcidos por el ‘Mesoncico’. 


Al lado animaba el ambiente la sastrería de Rosendo Zafra y su agraciada esposa Carmen ‘de la Vía’ que instruía a las modistillas, revoltosas mariposas que alborotaban el entorno. Cuántas tardes del sestero nos refugiábamos con su hijo Julio y su primo Rafael, en el viejo corral, sin pollos ni conejos, y allí, con restos de cajones y otros ‘apichusques’, pronosticando una cierta vocación comercial, confeccionábamos un tenderete a guiso de tienda y trapicheábamos con los amigos, menudencias y cosuchas viejas.
Y llegamos a la morada donde nací, el nº10 de la calle Pedro María Chico de Guzmán, poco habitada pero llena de fantasías que nacían y morían cada año. La casa de mis sueños, entre la casita de Pedro ‘el Cartero’ y la del concejal falangista de impoluta camisa azul, presidente del Casino, que se atrevió a comprar el inmueble de la sociedad a doña Magdalena Ruiz de Assín, hasta entonces arrendadora de la institución. Más abajo moraba Salvadora ‘la Zarria’, una mujer de enorme corazón, que curaba innumerables achaques, desde una torcedura hasta un hueso desarmado, una untura en un lugar doloroso, hasta romper, a base de aceite de oliva, el frenillo a los niños con fimosis, aquella mujer era un alma de Dios a quien no interesaba dádiva alguna por su labor: hay quien decía que había nacido “con manto” y de ahí su pericia. Era la suegra del administrador del autobús de la línea Lorca-Cehegín, el señor Juan Pedro Sánchez que vivía rodeado de mujeres, con una bendita esposa, suegra y sus dos encantadoras hijas, Dolores y Salvi. Encima de aquel inmueble ocupaba otra vivienda el reconocido sastre local: el maestro Eloy Salinas, viudo prematuro, bien cuidado por sus hijas, que como las niñas del cuento, cosían y cosían graciosamente sin descanso, mientras los pretendientes las visitaban en aquellas noches de ronda y de boleros. Así mismo, moraba en una covachuela de los sótanos de doña Blanca, la señora Delfina Piñero, una humilde mujer de fácil sonrisa y aires de dignidad y bondad innata.

Trasero palacio de dª Blanca y pretil.

Más abajo, casi al final de la calle, la monumental casona, siempre poderosa y con un imponente halo de misterio, el palacio de doña Blanca de Garnica, que nos daba la espalda con unos austeros balcones encharcados de soles que se reflejaban mirando al poniente y en lontananza la vecina Caravaca. 


Y el rocoso pretil a modo de frontera de las dos calles, Pedro María Chico y Bovera (después titulada 'Manuel Ciudad'), donde los gatos, perros y lagartijas buscaban la sombra en aquellos veranos enquistados de soles inclementes, siempre ladeándose de algunas escurrimbres de los canilleros que sudaban ciertos detritus de los condes y demás señoritos de la calle Mayor de Arriba. En uno de los recovecos, cada año por mayo, se ubicaba un altar para recibir a la Virgen de Fátima en su paseo por las calles cehegineras. En aquellas tardes, los vecinos junto a las monjas de blanquísimas cornetas, se reunían con múltiples macetas y ornamentos bellamente decorados para rezar y cantarle a la Virgen una salve.


Hay tanta novela en esta calle, que algunas veces me siento como capitán y grumete al mismo tiempo de ese barco que la historia da vida. Ahora quisiera dormirme un momento y seguir soñando con aquellos hermosos años en que la vida todavía era sublime.

A. González Noguerol -Motolite-

 

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