EL FOTÓGRAFO ‘AL MINUTO’.
El otro día,
rebuscando entre viejas carpetas encontré una fotografía que data de los años
sesenta, tiempos de adolescencia, y se me desbocó el torbellino de las
evocaciones deambulando por el Camino de
Crrta. de Murcia con los álamos (hoy zona Banco Sabadell) |
Paseo dominical años 60. |
Así mismo consiguió esa añosa fotografía asociar la invocación de los días previos a
setiembre, cuando las fiestas patronales se perfilaban por el crepúsculo
estival y las afanosas mujeres, además de la rutina diaria, revolucionaban sus
moradas: restregar con arena y limón los
cobres y quitar el polvo de las fuentes del ‘País negro’ de la Cartuja sevillana, o encalar las rugosas
paredes, y refregar con hisopos de agua la fachada de la casa tratando de
darles, al menos, un aspecto aseado, y para la noche quedaba la costura, dándoles vuelta a las usadas ropas para mostrar su cara menos ajada en una
pobre pantomima de estreno no permitido. Eran, sin duda, otros tiempos más
precarios.
El circo y los payasos. |
La ‘saudade’ también me ha despertado en aquellas siestas con soles de cobre, cuando la caterva de zagales en edad levantisca llegaba hasta el ferial, apenas ocupado, para ver cómo, fiel a su cita, el circo empezaba a tomar vida, gracias al sudoroso quehacer de fornidos hombres morenos que después, con mágica polivalencia, nos harían reír con sus narizotas pintadas y sus enormes zapatones dándose revolcones por los suelos y engañando el payaso tontarrón al más listillo. El impactante 'Tren de la Bruja' que atemorizaba a los más peques, mientras otros le escamoteaban la escoba en cuanto se descuidaba el 'demonio'.
He sentido el temblor emocionado de volver a romper la indigente lata de conservas pegada al suelo con yeso, transformada en hucha, y contar dos puñados de míseros “perrogordos” y seguramente cinco o seis solitarios “reales” de aquellos con el agujerico en el centro, que trabajosamente habíamos conseguido ahorrar durante un largo año, con la vista puesta en esa mágica semana festera.
Casetas y carruseles en el Paseo de la Concepción -año 1947- |
He refrescado mi memoria con las voces de los turroneros, que ofrecían con insistente monotonía “¡Rico turrón, tengo del duro y del blando…!”, apartando con su mano la persistente voracidad de las moscas golosas, dispuestas a atacar a pesar de la redecilla que protegía el género. He vuelto a ver las joyas venidas a menos de los puestos de baratijas, que apenas refulgían bajo la mortecina luz de un carburo que resudaba sus pestilentes flujos, ofreciendo su brillo mate a las cautivadas mocicas y sus huidizos acompañantes.
El Mesoncico en fiestas patronales. |
Y las mesas de garbanzos torraos, -perlas de yeso-, con su salobre petición de vino de la tierra para los mayores y gaseosa para los pequeños. Y las barras de hielo y el rascador y los apetecibles helados que ofrecía “el Marcelino” al grito de: -“Hay refrescante limón granizado y rico ‘mantecao’ helao”.
O el jocoso Juan “el Tortas” ofreciendo su exquisita horchata de almendra, y cuando se acercaba alguna zagala en flor, exclamaba: “¡Qué culpa tengo yo que esté tan buena…!” (Es evidente que se refería a la horchata). Los revoltosos molinillos de papel, ahora quietos en el sopor de la noche canicular, esperando que las alocadas carreras infantiles en medio del bullicio los pongan en movimiento; las trompetillas de sonido cargante y estrepitoso que los jovencísimos pulmones reventaban a pitorrazos; las garrotas de caramelo, en espiral de colores, como un anuncio de barbería antigua; las golosas almendras garrapiñadas o los dulces de novia y los nevados turrones de patata; las exóticas tajadas de coco o las refulgentes manzanas acarameladas sujetas con un palito a guisa del ‘chupa chups’ -que aún no existía.- ¡Cuántas tentadoras golosinas al alcance de pocos…!
Casetas de feria con infinidad de ilusiones. |
La banda de
música, con sus abollados pitos afinados en tono brillante, aguardaba dispuesta a interpretar el tradicional pasacalle desde el viejo Mesoncico, escoltando al orador sagrado de las funciones religiosas hasta La Magdalena.
Y por allí
también merodeaba el fotógrafo “al minuto” a la caza de la retentiva
festera. Aquel que aún podemos ver en alguna película de Tony Leblanc captando
paletos en la estación de Atocha. Ese retratista artesano sí que era un
verdadero artista que, sin photoshop
ni artificiosas técnicas, era capaz de convertirnos en Carmelo, el guardameta del Bilbao, el infortunado torero de moda Manolete, o un intrépido aviador montado
en su Junker requisado a
Mi abuelo, el veterano solista de fliscorno de la banda y yo. |
O un apuesto jinete, transportando a la grupa de su estático caballo, a la niña de sus amores, que siempre terminaba por ser la propia hermana. Con la parsimonia de quien se sabe un artista y la destreza y maestría de quien con un simple trípode achacoso y una caja de madera con un enigmático paño negro y una rudimentaria multiplicación de lentes, era capaz de calmar los sueños inocentes de aquellos niños que fuimos y que en el fondo seguimos siendo. Dejadme pues, amigos, que pose para ese fotógrafo acartonado de arremangada bata azul y antiparras de empringada mirada, para que al menos por “un minuto”, vuelva a ser ese zagal que ahora añoro.