Desde mi Buhardilla Mesonzoica
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sábado, 29 de agosto de 2020

EL FOTÓGRAFO ‘AL MINUTO’.

 

EL FOTÓGRAFO ‘AL MINUTO’.



El otro día, rebuscando entre viejas carpetas encontré una fotografía que data de los años sesenta, tiempos de adolescencia, y se me desbocó el torbellino de las evocaciones deambulando por el Camino de la Estación de FF.CC., donde la gente, sobre todo los jóvenes, solíamos pasear los días de fiesta junto a nuestra pandilla de amigos, con el principal objetivo de acercarnos a la niña de nuestros sueños, lo mismo, -digo yo-, que pensarían las mozas en busca de novio.

Crrta. de Murcia con los álamos (hoy zona Banco Sabadell)

Por aquellos placenteros álamos que encaminaban a la estación, (hermanos menores de la inagotable alameda que ofrecía su generosa sombra por toda la carretera del Cehegín lugareño), solía merodear un fotógrafo conocido como "El Porreta", cuyo nombre era Salvador De Gea, que vivía por la Iglesia de la Soledad, siempre pertrechado con su rústica cámara, en busca de posibles modelos que posasen delante de sus narices y de su mágica máquina de perpetuar instantes ilusionantes. De aquellas luminosas tardes sólo queda la nostálgica memoria de estas imágenes en blanco y negro, como los tiempos que corrían, aunque para aquellos jóvenes fuesen casi de color de rosa. La foto y la remembranza del retratista me han hecho recordar aquellos incipientes años de la juventud, una mixtura agridulce de proyectos, algunos felizmente conseguidos y otros que se fueron relegando en las cunetas de la senda de los sueños. Otros grandes fotógrafos que, así mismo, recorriendo cámara en ristre, plasmaron parte de la historia de Cehegín, fueron Ginés López (Farandol) y otro conocido retratista Manuel Ruiz Pérez, cuyo extenso archivo guarda con especial cariño su hijo Rufino, también extraordinario fotógrafo y celoso guardián de la intrahistoria ceheginera.

Paseo dominical años 60.

Así mismo consiguió esa añosa fotografía asociar la invocación de los días previos a setiembre, cuando las fiestas patronales se perfilaban por el crepúsculo estival y las afanosas mujeres, además de la rutina diaria, revolucionaban sus moradas:  restregar con arena y limón los cobres y quitar el polvo de las fuentes del ‘País negro’  de la Cartuja sevillana, o encalar las rugosas paredes, y refregar con hisopos de agua la fachada de la casa tratando de darles, al menos, un aspecto aseado, y para la noche quedaba la costura, dándoles vuelta a las usadas ropas para mostrar su cara menos ajada en una pobre pantomima de estreno no permitido. Eran, sin duda, otros tiempos más precarios.

El circo y los payasos.

La ‘saudade’ también me ha despertado en aquellas siestas con soles de cobre, cuando la caterva de zagales en edad levantisca llegaba hasta el ferial, apenas ocupado, para ver cómo, fiel a su cita, el circo empezaba a tomar vida, gracias al sudoroso quehacer de fornidos hombres morenos que después, con mágica polivalencia, nos harían reír con sus narizotas pintadas y sus enormes zapatones dándose revolcones por los suelos y engañando el payaso tontarrón al más listillo. El impactante 'Tren de la Bruja' que atemorizaba a los más peques, mientras otros le escamoteaban la escoba en cuanto se descuidaba el 'demonio'.


He sentido el temblor emocionado de volver a romper la indigente lata de conservas pegada al suelo con yeso, transformada en hucha, y contar dos puñados de míseros “perrogordos” y seguramente cinco o seis solitarios “reales” de aquellos con el agujerico en el centro, que trabajosamente habíamos conseguido ahorrar durante un largo año, con la vista puesta en esa mágica semana festera. 

Casetas y carruseles en el Paseo de la Concepción -año 1947-

He refrescado mi memoria con las voces de los turroneros, que ofrecían con insistente monotonía “¡Rico turrón, tengo del duro y del blando…!”, apartando con su mano la persistente voracidad de las moscas golosas, dispuestas a atacar a pesar de la redecilla que protegía el género. He vuelto a ver las joyas venidas a menos de los puestos de baratijas, que apenas refulgían bajo la mortecina luz de un carburo que resudaba sus pestilentes flujos, ofreciendo su brillo mate a las cautivadas mocicas y sus huidizos acompañantes.

El Mesoncico en fiestas patronales.

Y las mesas de garbanzos torraos, -perlas de yeso-, con su salobre petición de vino de la tierra para los mayores y gaseosa para los pequeños. Y las barras de hielo y el rascador y los apetecibles helados que ofrecía “el Marcelino” al grito de: -“Hay refrescante limón granizado y rico ‘mantecao’ helao”. 

O el jocoso Juan “el Tortas” ofreciendo su exquisita horchata de almendra, y cuando se acercaba alguna zagala en flor, exclamaba: “¡Qué culpa tengo yo que esté tan buena…!” (Es evidente que se refería a la horchata). Los revoltosos molinillos de papel, ahora quietos en el sopor de la noche canicular, esperando que las alocadas carreras infantiles en medio del bullicio los pongan en movimiento; las trompetillas de sonido cargante y estrepitoso que los jovencísimos pulmones reventaban a pitorrazos; las garrotas de caramelo, en espiral de colores, como un anuncio de barbería antigua; las golosas almendras garrapiñadas o los dulces de novia y los nevados turrones de patata; las exóticas tajadas de coco o las refulgentes manzanas acarameladas sujetas con un palito a guisa del ‘chupa chups’ -que aún no existía.- ¡Cuántas tentadoras golosinas al alcance de pocos…!

Casetas de feria con infinidad de ilusiones.

La banda de música, con sus abollados pitos afinados en tono brillante, aguardaba dispuesta a interpretar el tradicional pasacalle desde el viejo Mesoncico, escoltando al orador sagrado de las funciones religiosas hasta La Magdalena. 



Y el achacoso volador que giraba, giraba y giraba... como la recordada canción "Il Mondo",  chirriando gracias a la cansada manivela de aquel viejo polaco de enormes bigotes canos, que decía no recordar en qué año nació, siempre con su humeante cachimba rellena de la mezcla de tabaco de bote y de hoja, y las estridentes barcas, que apenas se columpiaban con nuestro intrépido impulso intentando planear sobre los Cuatro Caminos en un trozo de noche estrellada con olor a aceite de churros y fogoso chocolate del ‘Corazón de Jesús’.

Y por allí también merodeaba el fotógrafo “al minuto” a la caza de la retentiva festera. Aquel que aún podemos ver en alguna película de Tony Leblanc captando paletos en la estación de Atocha. Ese retratista artesano sí que era un verdadero artista que, sin photoshop ni artificiosas técnicas, era capaz de convertirnos en Carmelo, el guardameta del Bilbao, el infortunado torero de moda Manolete, o un intrépido aviador montado en su Junker requisado a la Luftwaffe para liberarlo de la vergüenza bélica y dedicarlo a los juegos y a la sonrisa. 

Mi abuelo, el veterano solista de fliscorno de la banda y yo. 

O un apuesto jinete, transportando a la grupa de su estático caballo, a la niña de sus amores, que siempre terminaba por ser la propia hermana. Con la parsimonia de quien se sabe un artista y la destreza y maestría de quien con un simple trípode achacoso y una caja de madera con un enigmático paño negro y una rudimentaria multiplicación de lentes, era capaz de calmar los sueños inocentes de aquellos niños que fuimos y que en el fondo seguimos siendo. Dejadme pues, amigos, que pose para ese fotógrafo acartonado de arremangada bata azul y antiparras de empringada mirada, para que al menos por un minuto, vuelva a ser ese zagal que ahora añoro.

FOTOS: Diversos archivos y fotógrafos locales.



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