EL GÉNERO EPISTOLAR
Lin Yutang.
El otro día buscando entre mis libros me topé con un pequeño y desvencijado librito titulado Guía del Artesano, un compendio de cartas y documentos manuscritos con variedad de caligrafías —inglesa, redondilla, gótica, francesa…— algo así como un catálogo variopinto de tipos de letra y modelos de escritos. En suma, un encanto de libro.
Y es que hoy, en este mundo de la informática y la tecnología punta, en ocasiones se echa de menos las cartas “de verdad” escritas con plumillas y estilográficas que bordaban letras aprendidas en colegios de monjas. Aquello me hizo evocar el olvidado género epistolar, una forma de comunicarse que sólo necesitaba una cuartilla y un sobre sellado con la efigie de jefe del estado. Y en bastantes casos la pluma de un amanuense, debido al analfabetismo rampante de la época.
Recordemos aquel famoso poema de Campoamor: ¡Quien supiera escribir!:
¡Qué bonito! ¿Verdad…?
Escritos esperanzadores, misivas
amorosas, donde los novios se entrelazaban platónicamente a falta de medios más
tangibles. Epístolas cargadas de pasión y en algunos casos de cursilerías, pero
donde se expresaban sentimientos imposibles de ofrecer cara a cara.
Cartas de soldados a sus madres
que pacientes aguardaban cada día el paso del cartero, soñando con las letras
torcidas de sus retoños, donde explicaban lo bien que estaban sobrellevando el
servicio a la Patria, como aquel recluta que nunca había salido de su pueblo y
le escribió a su madre la misiva siguiente: —«Querida
madre, estamos mu agusto, algo cansaos porque hacemos muncha istrución pero
comemos mu bien, miosté si me quiél sargento de cocina que siempre me guarda
las ojas más grandes de las lechugas. Salimos tóas las tardes al cine y por hay.
Sabrá osté, madre, que tamién hemos estao en una casa desas que hay mujeres como
osté y mi hermana…»— Una epístola hilarante sin duda.
Otras cartas no eran tan entrañables
ni chocantes y sí mucho más prosaicas: notificaciones de pago, multas,
requerimientos con acuse de recibo, etc.
Recién terminada la guerra ‘incivil’ un bisoño funcionario remitió el siguiente requerimiento a un moroso: «Por orden del sr. Alcalde le hago saber que tiene que subir a pagar las canaleras, pues este es el segundo aviso, si no tiene usted los cuartos, los busca. Ya sabe a qué atenerse. Al próximo aviso ya sabe que va usted “p’arriba al cuartico repeso”. No dirá que no se lo avertimos…, por Dios, España y su revolución nacional-sindicalista…, Dios guarde a usted muchos años. Arriba España.» La verdad es que ya se escriben muy pocas cartas y menos como la anterior.
En otros tiempos esperábamos ansiosos, como a un rey mago, la llegada de nuestro cartero amigo: —« ¿Hay algo para mí, Gaspar…? »— recitábamos a diario cuando transitaba con su descomunal cartera al hombro. Y es que el cartero ya ni siquiera ‘avisa dos veces’, ahora nos obliga a disponerle un casillero para ahorrar esa llamada, aunque para qué, si sólo nos llenan el buzón con facturas y panfletos de propagandas, la única esperanza de una auténtica carta cada vez queda más distanciada.
Pero los tiempos cambian con rapidez y como todo cuanto renace bajo el sol, así apareció un nuevo género epistolar, traducido a formato informático: el “e-mail”, los popularmente llamados “emilios”, las palomas mensajeras cibernéticas, en esta ocasión guiadas por las autopistas del Internet —en vez de por la magnetita que recubre el pico de las aves y que ejercen de una especie de brújula para mantener el rumbo atinado, según aseveran cierto expertos—Ya se sabe que deja algo que desear esta nueva forma de mensajería, aunque lo más importante, en este caso, es el fondo, ese deseo innato de relación entre los seres humanos. Algo es algo, esto del correo electrónico, porque la verdad es que la correspondencia de toda la vida, hace tiempo que tiende a desaparecer, la gente de ahora no solo le cuesta leer, incluso más aún le cuesta escribir. Hasta las cartas a los Reyes Magos de Oriente van en decadencia por mor de los ‘anglísticos’ Papa Noel o Santa Claus.
Por ello es sorprendente este resurgimiento
de la comunicación entre los seres humanos, hoy sustituida por los novedosos
sistemas: chat, guasap (que es una guasa debido a la cantidad de chorradas y
bulos que circulan a diario). ¡Ay!, las cartas, de alguna forma, algo que
corre en trance de extinción, suplantado por el teléfono celular (el
archipopular móvil, que menos para telefonear sirve para todo), aparece como las
flores en primavera y es ilusionante —sobre todo para las empresas de
telecomunicaciones— observar cómo la gente joven se relaciona de nuevo, aunque
sea con lenguajes heterodoxos, llenos de abreviaturas y vocablos extraños, una innovadora
jerigonza llena de vida, un nuevo “esperanto” aún más universal. Es el canto
del cisne de una sociedad aburrida y mediocre. Quizá asistamos, por desgracia,
a la renovación de nuestra riquísima lengua castellana, sustituyendo ciertos
vocablos de esa maravillosa miríada de matices con los que nuestra literatura
ha sorprendido al mundo.
La lengua es una de las cosas inefables
dotadas por el Creador. No podemos, ni debemos oponernos al avance de los formas
de comunicación, y por tanto a sus infinitas representaciones. Es una de las consecuencias
de la llamada aldea global. Y esto no hay quien lo frene.