NOCTURNO CEHEGINENSE
"Noche, que cobijas de cielo mis sueños,
no dejes que el día los espante..."
no dejes que el día los espante..."
La noche descendía por los cabecicos de Rompealbardas y su sombra, mancillando los huertos de Cantalobos, rebosante de promesas impalpables y delirantes, se embriagaba con el vago perfume de los remansos del Quípar, olores de algas y barbos, evocando, tal vez, a la mar mezclándose con la mareante campiña.
Allá a lo lejos, por las veredas de Cañalengua, una bandada de avecillas planeaba hacia el reposo y desde el fondo oscuro del ‘horizonte de perros’ se divisaba el inquietante resplandor escarlata de la jungla moratallera, ¡que ardía!... El maravilloso cromatismo de la anochecida…
Ante aquel espectáculo del crepúsculo estival, teñido de matices añiles y ambarinos que se filtraban entre los algodones vespertinos, ribaceando por oscuridades pobladas de furtivos susurros y nupciales, de diminutos cucuyos y luciérnagas que danzaban entre las altas hierbas asustando a los plácidos caracolicos que sorbían presurosos la última libación…, ante ese sencillo milagro…, parecíamos respirar un bálsamo suave de la perenne floresta ceheginera, delicioso, divino, único: la fragancia que la canícula vierte sobre los frutales tardíos y en los corazones que aguardan la inerme recalada de la melancólica estación.
Y es que nuestra civilización ya no conoce la auténtica noche. La ha postergado. Con los faroles, hacemos retroceder el ascetismo y la belleza de la oscuridad a los bosques y a los ríos; ni siquiera las aldehuelas o los caseríos quieren saber de ella. ¿Será acaso porque la gente de nuestro tiempo teme a las horas noctámbulas, a esa vasta serenidad, al misterio del espacio infinito, a la austeridad de las estrellas?...
En estas veladas estivales, cuando el perezoso reloj hace declinar al astro rey, es tiempo de vagar por nuestro recóndito Casco Antiguo, silencioso y poético.
Dicen que en las horas nocherniegas del Marmallejo acuden los pensamientos más hermosos, los más sinceros, los más reflexivos. Es cuando la conciencia se confiesa sin esperar la absolución. Y entonces la inspiración hace acto de presencia por los infinitos recovecos del espíritu brotando, como una embravecida alfaguara, todos los enigmas de nuestro controvertido ser: es el genio oculto que pugna por manifestarse.
Aposentados en el privilegiado otero del Castillo ‘ceheginense’, ya despojados de cualquier prejuicio, de cualquier mesura, nos dejamos seducir por los cantos de las sirenas que en la lejanía nos emplazan con sus guiños lisonjeros. Son lluvias de estrellas, cataratas de lucernarias que en la bochornosa noche postrera saltan alborozadas por su fugitivo recinto de fuegos de artificio.
Por la ‘Mina Carlota’, asoma la luna lunera vertiendo chorros de plata sobre los exuberantes mares de Canara mientras sonríe irónicamente percibiendo el decadente esplendor de las tortuosas callejas medievales con el sonsonete de los vetustos parroquianos de tango y taberna y sus nostálgicos cantos mineros.
En busca de su idealizada Esmeralda, Quasimodo, ebrio de quiméricas hidalguías, pulula anhelante y taciturno… Entretanto la diosa Selene, se alza inefable sobre el laberíntico "Puntarrón" oteando con su diáfana luminiscencia a Endimión, mientras traspasa el sutil velo que baña el paisaje con una cascada brumosa de argenta.
Sumidos en la onírica abstracción de aquel lírico instante, de tanta quietud impuesta por los mohines de los luceros, creemos profanar las puertas de lo intangible.
Más allá, en la modernidad, los urbanitas aletargados por el civilizado fragor, aturdidos por la artificiosa brillantez festiva, extraviados de la deidad maravillense…, inválidos al fin, atesoran sólo su altivez y se iluminan de oro en afectada modorra placentera.
En nuestro interior la bendita noche esclarece el enigma con una cadencia procedente de la inmensidad. Es la música que plañe por los desdichados, por los atormentados de siempre..., es el instante de charlar abonico con Dios.
Fotos de Antonio González y Pablo López.
Allá a lo lejos, por las veredas de Cañalengua, una bandada de avecillas planeaba hacia el reposo y desde el fondo oscuro del ‘horizonte de perros’ se divisaba el inquietante resplandor escarlata de la jungla moratallera, ¡que ardía!... El maravilloso cromatismo de la anochecida…
Ante aquel espectáculo del crepúsculo estival, teñido de matices añiles y ambarinos que se filtraban entre los algodones vespertinos, ribaceando por oscuridades pobladas de furtivos susurros y nupciales, de diminutos cucuyos y luciérnagas que danzaban entre las altas hierbas asustando a los plácidos caracolicos que sorbían presurosos la última libación…, ante ese sencillo milagro…, parecíamos respirar un bálsamo suave de la perenne floresta ceheginera, delicioso, divino, único: la fragancia que la canícula vierte sobre los frutales tardíos y en los corazones que aguardan la inerme recalada de la melancólica estación.
Y es que nuestra civilización ya no conoce la auténtica noche. La ha postergado. Con los faroles, hacemos retroceder el ascetismo y la belleza de la oscuridad a los bosques y a los ríos; ni siquiera las aldehuelas o los caseríos quieren saber de ella. ¿Será acaso porque la gente de nuestro tiempo teme a las horas noctámbulas, a esa vasta serenidad, al misterio del espacio infinito, a la austeridad de las estrellas?...
En estas veladas estivales, cuando el perezoso reloj hace declinar al astro rey, es tiempo de vagar por nuestro recóndito Casco Antiguo, silencioso y poético.
Dicen que en las horas nocherniegas del Marmallejo acuden los pensamientos más hermosos, los más sinceros, los más reflexivos. Es cuando la conciencia se confiesa sin esperar la absolución. Y entonces la inspiración hace acto de presencia por los infinitos recovecos del espíritu brotando, como una embravecida alfaguara, todos los enigmas de nuestro controvertido ser: es el genio oculto que pugna por manifestarse.
Aposentados en el privilegiado otero del Castillo ‘ceheginense’, ya despojados de cualquier prejuicio, de cualquier mesura, nos dejamos seducir por los cantos de las sirenas que en la lejanía nos emplazan con sus guiños lisonjeros. Son lluvias de estrellas, cataratas de lucernarias que en la bochornosa noche postrera saltan alborozadas por su fugitivo recinto de fuegos de artificio.
Por la ‘Mina Carlota’, asoma la luna lunera vertiendo chorros de plata sobre los exuberantes mares de Canara mientras sonríe irónicamente percibiendo el decadente esplendor de las tortuosas callejas medievales con el sonsonete de los vetustos parroquianos de tango y taberna y sus nostálgicos cantos mineros.
En busca de su idealizada Esmeralda, Quasimodo, ebrio de quiméricas hidalguías, pulula anhelante y taciturno… Entretanto la diosa Selene, se alza inefable sobre el laberíntico "Puntarrón" oteando con su diáfana luminiscencia a Endimión, mientras traspasa el sutil velo que baña el paisaje con una cascada brumosa de argenta.
Sumidos en la onírica abstracción de aquel lírico instante, de tanta quietud impuesta por los mohines de los luceros, creemos profanar las puertas de lo intangible.
Más allá, en la modernidad, los urbanitas aletargados por el civilizado fragor, aturdidos por la artificiosa brillantez festiva, extraviados de la deidad maravillense…, inválidos al fin, atesoran sólo su altivez y se iluminan de oro en afectada modorra placentera.
En nuestro interior la bendita noche esclarece el enigma con una cadencia procedente de la inmensidad. Es la música que plañe por los desdichados, por los atormentados de siempre..., es el instante de charlar abonico con Dios.
Fotos de Antonio González y Pablo López.