EL SECRETO DEL CHOCOLATE.
“Dichoso es aquel que tiene una profesión que coincide con su afición”.
George Bernard Shaw.
Cobertura de chocolate al temple. |
Con razón afirmaba mi abuelo que para saborear un excelente chocolate era necesario trabajarlo mucho y con paciencia, sin apresurarse, con devoción, darle lustre batiéndolo con energía hasta obtener una elaboración con la textura cremosa de las natillas maternas. De esta forma obtendríamos una delicia de insuperable calidad.
Este es el secreto de esa hirviente chocolatera que es la vida moderna. Y es que nada se obtiene sin esfuerzo y entusiasmo, o lo que es sinónimo de éstos: pasión y empeño.
El mundo actual no nos regala tiempo para gozar, lo que se dice disfrutar de verdad, con el trabajo, con nuestro oficio, sólo sufrimos su disciplina. Una espantosa pesadilla.
Para la generalidad, el quehacer diario es como un castigo aplicado por un ser superior. Propiciamos aquel triste axioma bíblico de: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Es bien sabido que casi nadie goza con ese correctivo divino. Más bien padecemos su rutina, su monótona insistencia diaria. No nos percatamos que la verdadera felicidad estriba en amar esa labor. Esta es la clave: realizar esa misión con amor, utilizando el tiempo necesario. Como si nos fuera todo cuanto siempre hemos soñado en ello. Sin que nos esclavice el reloj, ese implacable y martilleante artilugio que es la pesadilla del hombre moderno.
Precisamente de eso se trata, de emplear la paciencia del relojero o el esmero del zapatero remendón. Siempre me agradó entrar en talleres de éstos. La mansedumbre y el silencio se imponían al tempo de los relojes arreglados que marcaban la minuciosa habilidad del artesano; o la particular fragancia de los cueros y betunes, el desalentado ruido de las vetustas máquinas de coser, la disposición anárquica de las herramientas..., todo me resultaba fascinante. Pero lo más extraordinario era observar a un hombre que dominaba su oficio y disfrutaba practicándolo.
Hay un pedagógico paralelismo entre el artista y estos minuciosos artesanos, sobre todo porque ninguno de ellos escoge esta profesión con ánimo de lucro.
Y es que, salvo los artistas, poetas, agricultores, o artesanos y algún viejo maestro, la mayoría de la gente trabaja simplemente por ganar dinero. Unos para subsistir hasta fin de mes y los otros, los menos, para seguir codiciando más riquezas.
El señuelo consumista nos aboca hacia la especulación, reemplazando al goce de la tarea como móvil final. Bien es cierto que las presiones sociales y el adocenamiento de las ocupaciones lo hacen inevitable, ya que poco romanticismo podemos esperar de las grandes líneas de producción; recordemos el film “Tiempos Modernos” del genial Chaplin...
Qué pocas actividades quedan que se realicen “con amor”. Lo que probablemente explica muchas cosas, tales como, por qué algunos médicos ya no se sientan a charlar tranquilamente junto al enfermo, por qué ciertos profesores van a la huelga o por qué los pasteleros ya no se chupan el dedo untado de crema y chocolate.
Sólo por estas consideraciones precisamos comprender el misterio del chocolate: es como si buceáramos en la fastuosa olla de la eterna juventud que nos ensalmará con el sortilegio del fuego y el agua, mientras espesamos ese mágico néctar que nos desvela las verdades más recónditas.
Toda la alquimia de la codiciada 'señora Fortuna' se cuece en esa chocolatera del mundo, ahí borbotean y huelen, impacientes por fluir, la enervante canela y el anís de Ojén, el perfume de las bayas de vainilla y los efluvios del azahar fundidos con las maravillosas habas del cacao junto a los manjares ambarinos de la Vida.
La Torre Eiffel -confeccionada totalmente de chocolate por Dulces Motolite- |
Abandonemos las prisas por arribar a ninguna parte, rematemos con honradez la faena y deleitémonos con la exquisita chocolatada calentica y a punto de caramelo. Y finalmente, como recomendaba mi abuelo: El agua bien clara y el chocolate espeso... ¡huuum…!
Antonio González Noguerol.